Se le cayeron las escamas de los ojos, y eran palabras.
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Una raza de acróbatas que por zancos llevara lápices.
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Cuarenta días en el desierto. Allí la sombra es más densa, más dura. Basta una semana para empezar a tallarla.
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A veces me tropiezo con palabras que han desertado y andan por los caminos, buscando el modo de volver a casa.
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A Dios ya no le quedan manos para rascarse y aliviar el escozor de nuestras picaduras.
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Esperaba, hacía cálculos, no terminaba de decidirse, hasta que un día se lo comió la polilla.
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Encontró un tipo especial de tierra donde hasta sus uñas florecían.
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Guardaba las cenizas de su padre en un reloj de arena.
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Lo llama su corazón, pero es solo un sapo que no para de croar.
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Allí, al envidioso lo condenan a incubar piedras.
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Después de mucho esfuerzo, logró desprenderse de su nombre. A la luz, parecía la costra de una herida.
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