Hubo una vez un tren en que dejaste
todo el amor atrás, suspendido en el aire
de la estación, disuelto entre las páginas
de los libros románticos que habías
leído en tu más tierna adolescencia.
Tenías diecinueve años entonces,
la misma edad que yo, pero yo andaba
más cerca de los veinte. Tú viniste
al mundo en primavera. Yo, en invierno.
Y el tren que te alejaba de mis brazos
te esperaba en verano, en pleno agosto,
cuando Madrid hervía en la caldera
del infierno y las calles despedían
un acre olor a fósforo incendiario
que te cortaba la respiración.
Subiste al tren, soltaste la maleta
en tu asiento y saliste a la ventana
para decirme adiós y poner punto
final a nuestra historia con un gélido
«que seas muy feliz» que resonó
en toda la ciudad como un cuchillo
de hielo en las entrañas, como un dardo
que se clava en el alma para siempre.
Y el tren se despidió de la estación
con su pitido habitual, y el cielo
se convirtió en un dédalo de lágrimas.
Y ya no volví a verte nunca más.
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Cuando pienso en los viejos amigos que se han ido
de mi vida, pactando con terribles mujeres
que alimentan su miedo y los cubren de hijos
para tenerlos cerca, controlados e inermes.
Cuando pienso en los viejos amigos que se fueron
al país de la muerte, sin billete de vuelta,
sólo porque buscaron el placer en los cuerpos
y el olvido en las drogas que alivian la tristeza.
Cuando pienso en los viejos amigos que, en el fondo
del mar de la memoria, me ofrecieron un día
la extraña sensación de no sentirme solo
y la complicidad de una franca sonrisa…
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COLLIGE, VIRGO, ROSAS
Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
Córtalas a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o buenas.
Que no quede ni una. Púlele los rosales
que encuentres a tu paso y deja las espinas
para tus compañeras de colegio.
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Luís Alberto de Cuenca
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