Hace cuarenta años, todas las horas les pertenecían.
Lo que veían cuando se miraban
era la raíz del mundo.
Siempre intuyeron
que no necesitaban nada más
dos cuerpos desiguales frente a una misma incógnita
las manos enlazadas
compartiendo presente, sueños y agua.
Hoy se encuentran de nuevo. Al fondo de sus ojos
han vuelto a vislumbrar aquel solaz
cuando todo era suyo
cuando ambos eran todo.
Las despedidas nadie las decide
los que saben las llaman ley de vida.
La abuela octogenaria y el corpulento nieto
se abrazan en la tarde.
Te quiero, se susurran.
Hay amores sagrados que no terminan nunca
aunque estén condenados a ser breves
aunque pertenezcan a tiempos distintos.
Aunque sean imposibles.
Raquel Lanseros
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