La suya era una casa sencilla de paredes blancas y un
tejado de amparo abierto como las manos que en su
cobijo redimían de todas las afrentas de los días y
su frío; una casa de anchuras para recoger el campo
y unos ojos abiertos a la calle para no olvidar la
anchura del mundo ni el futuro. Su casa, a su imagen
y semejanza, era buena.
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Él le dio lo único que le dio la vida, dos hijos y toda
la alegría, toda la soledad, todo el miedo, todo el
dolor, todo; más esfuerzo.
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